Mar de mariposas


Silvia Martín

En su mano, un pincel.

En la mesa verde pistacho, un vaso de plástico turquesa con agua turbia y una paleta de colores saturados.

Hay globos revoloteando en la habitación, olores dulzones, risas, palabras que se mezclan con notas que bailan.

Ella está sentada en una silla también verde pistacho, la pequeña silla de su hija Sofía, que hoy cumple cinco años.

Lleva sentada una hora, llegó tarde y sin tiempo para cambiarse y los tacones empiezan a asfixiarle, esos que se pone cuando sabe que la pelea va a ser dura y cree que unos centímetros extra de autoestima pueden ayudarle. Ya no siente su cuerpo, está en esa nube que tan bien conoce, en la que flota y se refugia cuando el cansancio es extremo.

Mueve el pincel con lentitud, acomodando, a las curvas de los rostros angelicales, alas sinuosas, combinando contornos rosas con lunares violetas, rojos o verdes, líneas concéntricas multicolores, purpurinas plateadas o doradas según el tono de los luceros, todos distintos y todos iguales, puros, ingenuos, curiosos por ver qué mariposa se ha posado en ellas.

Mamá, los niños también quieren que les pintes, pero no quieren mariposas, dicen que eso es de niñas, Diles que no se preocupen Sofía, que hay mariposas chicos y mariposas chicas, a ellos se las hago diferentes.

Su mano no alcanzaba a dibujar otra cosa que no fueran esas criaturas mágicas, no salían corazones, ni telarañas, ni antifaces, ni soles como el que hoy les acompañaba, cálido y brillante. Quizás, allí, subida en la nube, podría encontrar la respuesta. Anestesiada como estaba esperaba poder entender lo que le había pasado ese día, lo que le había hecho llegar hasta ahí, dar algo de sentido a la locura en la que se había convertido su existencia.

Esa mañana había salido muy temprano para coger el primer avión que la llevaría a la isla de enfrente. En el aeropuerto se encontraría con quien le daría una solución definitiva al problema que desde hacía meses no la dejaba dormir. En el taxi que les llevó a la ciudad, repasaron los papeles que cada quien tenía que interpretar. Ella debía mostrar la fuerza de quien no tiene ya nada que perder. Fue a jugar la última carta que le quedaba.

El vuelo de vuelta se retrasó, lo que le dio la oportunidad de comprar un libro y las acuarelas que ahora cobraban vida en las caras de los niños, en esa tienda que tanto les gusta a ella y a Sofía, no solo por las sorpresas que allí hay, sino porque para entrar en ella cada una tiene una puerta adaptada a su tamaño ; les encanta pasarlas al mismo tiempo.

Pasar una puerta, cruzar una línea, eso es lo que sentía que había hecho hoy, una línea invisible, fina, casi efímera y a la vez tan pesada, tan densa.

Compró el libro porque el personaje que en él salía le recordaba a Airam, el mejor amiguito de Sofía, al que ahora veía jugar con los globos como si de balones se tratase; golpeándolos con las manos, empujándolos con los pies, sonriendo, divirtiéndose, apartando sus rubios rizos de su cara con sus manitas para así no dar un traspiés con Sofía que se acercaba, que lo cogía de la mano y lo dirigía hacia ella.

– Mamá, ven a bañarte con nosotros a la piscina, por fi, por fi.

Bajó de la nube.

Salió de la habitación.

Hizo un tren con todos los niños hasta llegar a la piscina.

Se colocaron todos en el borde, rodeándola.

Ella les miró, les sonrió.

Leyeron la señal.

Se lanzaron.

Ella con sus tacones, con su traje chaqueta, con su maquillaje, con sus anillos, con su reloj,…

 

Al sacar la cara del agua, las carcajadas de los niños la despertaron.

Y entonces pudo ver

cómo las mariposas

izaron el vuelo.