Cicatrices invisibles


Silvia Martín

Oigo sus gritos.

Le reconozco a pesar de no haber reparado en él antes.

Es la violencia de los golpes de sus ramas lo que me es familiar, lo que ha hecho que descorra la cortina y le observe a través de los cristales cuadriculados de mi ventana. Me he quedado ahí un instante eterno, de pie, casi inerte, respirando las embestidas que el enfado del viento le proporciona desde la tranquilidad aparente de quien no las sufre en carne propia.

Hoy no soy yo quien es agitada con crueldad, quien sufre los zarandeos de los que resoplan con rabia porque no conocen otra manera de expresar la cólera de su soberbia.

Hoy es él, quien siguiendo su instinto de supervivencia, baila la coreografía del aire de las frustraciones.

Y aún así, siento mi cuerpo vibrar.

Vibra con el crujir de su torso que es empujado hacia delante, con el roce de su copa en el asfalto gris, con el chasquido del canto de auxilio de sus flores. Observo cómo se retuerce con cada golpe, con cada empellón, con cada choque, a cual más seco, más duro, más enérgico. Percibo cómo haciendo uso de su fuerza, trata de cerrar sus brazos para proteger sus hojas más tiernas, cómo contiene la inhalación para concentrarse en hacer flexible cada centímetro de su corteza; «un segundo más, resiste un segundo más», le susurro en silencio, “que a ellos también les falta ya el aliento”.

Y una calma fugaz se hace hueco.

Aprovecha entonces para fortalecer sus raíces, escarbando, las enreda unas con otras, afianzando el contacto con la tierra que le alimenta. Bebe, entre jadeos, un poco de vida, la suficiente para recuperar cierta firmeza. Pero no hay tiempo, ellos ya tienen sus pulmones henchidos, se disponen a espirar y resoplan con bravura infinitas lanzas de agua puntiagudas, picando, punzando, apuñalando, pinchando su escudo, tratando de atravesarlo. Sabe que su supervivencia depende de mantener su interior a salvo, así que no duda en sacrificar su belleza visible. Se contonea, se agacha, se sacude en un intento de esquivar la violenta lluvia haciendo inevitable el impacto de sus varas, unas con otras, otras con unas, liberando así, la muerte de sus colores.

Lo siento tanto.

No puedo ayudarle.

Nadie puede.

Y ahí sigo yo de pie, sintiendo el latir de mis cicatrices invisibles, atenta a que no se salte ningún paso del baile, como si al hacerlo pudiera yo acaso guiarle y soplarle, en los momentos de titubeo, el siguiente movimiento certero; como si en los ínfimos descansos entre rachas bravas, le pudiera hacer llegar el aliento que le animara a no abandonar la lucha, que es la única victoria.

¿Podrá oírme como yo a él?

Espero que sí.

Espero que ahora que todo ha terminado, ahora que a punto de desfallecer descansa el dolor de su doblez, pueda escuchar, en el crepitar de mi ira, que no importa el tiempo que tarde en recuperar un envoltorio hermoso, que, poco a poco, recuperará su entereza aunque los días se le harán muy largos y necesite de grandes dosis de abono de paciencia y, sobre todo, de amor propio.

Sé que lo soportará,

que lo superará,

porque el que no se rompe habiendo llegado a su límite de torsión

manteniendo intacto su interior,

siempre lo hace.